Los Albaneses en la Argentina: Relatos
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ORÍGENES
(fragmento)

Historia real y no comparada, según mis recuerdos y los de aquellos que me la contaron. Cualquier discrepancia no es más que la versión apócrifa de ésta.

Autor: Mario Jorge Ferrari

(incluye algún que otro comentario de OMF - Osvaldo Mario Ferrari)

     Según contaba mi abuelo, el origen de la familia había que buscarlo en Albania, de donde nuestros antepasados habrían llegado hasta las montañas de Calabria huyendo de los turcos cuando estos vencieron en Kosovo a los serbios y, tras la muerte de Jorge Castriota, príncipe Skanderbeg, quien tuvo en jaque a los turcos durante veinticinco años. No es que lo dudara, pero nuestro aspecto rubio y de ojos claros me hacía pensar que esos genes eran los que venían del norte de Italia, de parte de mi abuela paterna, pero no hace mucho me dijeron que, efectivamente, los antiguos habitantes de Albania eran rubios y de ojos claros, dado que descendían de los ilirios, un pueblo de origen indoeuropeo, y que estaban muy influenciados por los normandos, los vikingos que llegaron hasta esas tierras navegando por el Mediterráneo y bajando por el Rhin y el Danubio, hasta que aparecieron los turcos y se pusieron a sembrar el país de morochitos.
     Lo cierto es que en algunos documentos figura el nombre de mi tatarabuela que se llamaba Orehibella (Arstibella, según Bodily - N. de OMF) nombre bastante extraño y que podría señalar la diferencia entre los habitantes de la montaña, en el pueblo de Lungro, y los antiguos calabreses de la zona.
     Parece ser que los de Lungro eran bastante bestias. Lo suficiente como para arreglar sus asuntos a escopetazos o cortarle la lengua, la nariz y las orejas a un soplón y mandárselas a la cárcel en un bocadito al delatado, demostrándole así que la venganza estaba cumplida. Doña Juana, la madre de mi tía Esther, era de la misma zona bestia pero de la costa y contaba que cuando bajaban los míos de la montaña ellos se encerraban en sus casas por temor a los salvajes de allá arriba ¡Cómo serían! Por algo los romanos llamaron a aquella zona "Brutium".
     La lengua que hablaban era un dialecto extraño, mezcla, probablemente, de albanés, italiano, calabrés y algún otro agregado. Mi abuelo lo hablaba en su familia, pero no lo traspasó a sus hijos y hasta mí sólo llegó algún insulto y una especie de cuento-verso infantil que mi tío Ángel recordaba y yo lo aprendí por fonética, tal como lo pronunciaba él y con la traducción que él me dio. No pongo las manos en el fuego por la veracidad de ninguna de las dos.
     Decía así:


Versión original (libre)       Traducción (libre)                 Versión Arbëresh*

Tara bara cucurtsa          Érase que era, o había una vez.[?]  Tarabara kukuriza [?]
A me motir é bucurtsa.      Mi hermanita es muy linda.          Ime motër e bukuriza
Cue zture tsiktsín?         ¿Dónde está el agua? [la chispa]    Ku e shture xixën?
Prapa kútsari.              En el cazo [Detrás de la cepa].     Prapa kucarit
Kútsari ku ansht?           ¿Dónde está el cazo [la cepa]?      Kucari ku ësht?
Do tsiarri.                 En el fuego.                        Ndë zjarrit
Tsiarri ku ansht?           ¿Dónde está el fuego?               Zjarri ku ësht?
Vat in driñisht.            Se fue a la hierba [vid].	        Vate të dhria
Driñisht ku ansht?          ¿Dónde está la hierba [vid]?        Dhria ku ësht?		   
Anguir cao.                 Se la comió el burro [buey].        Hëngër kau
Cao ku ansht?               ¿Dónde está el burro [buey]?        Kau ku ësht?
Anguir ulcu.                Se lo comió el lobo.                Hëngër ulku
Ulcu ku ansht?              ¿Dónde está el lobo?                Ulku ku ësht?
Vat'n guisht,               Fue a la iglesia,                   Vate mbë kishë,
guet ñ grua,                vio una vieja,                      gjet një grua,
Pac mish,                   sin camisa (enaguas)                Pa këmishë
Rascare biz a minzúa.       Y por debajo le rascaba el culo.    Rrashkar bith me një thua.
                            [le rascaba el traste con una uña]

*La versión arbëresh fue reconstruida por el papás Emanuele Giordano de Eianina.
Las palabras entre corchetes reflejan la traducción de la versión arbëresh (ësht = ë = es).
   El Sr. Gramisci de Lungro encontró la siguiente versión moderna del mismo verso popular. 
Este verso es un ejemplo interesante de permanencia y de cambio. En Italia, el idioma 
sobrevivió en una cultura prevalentemente analfabeta, con factores presionantes inmediatos, 
como fue y todavía es el idioma italiano. En la Argentina, el factor de cambio fue el 
español, y en forma limitada el idioma todavía perduró. Es un buen ejemplo de cambio 
a través del tiempo, porque comparando la versión tradicional antigua y la moderna se 
puede ver la metamorfosis que puede haber ocurrido en un siglo y medio, a pesar de que 
también existe la posibilidad de que circulaban variantes antiguas. A.B.

   Para escuchar la versión moderna, con lectura del papás Giordano, haga clic aquí: 
   
                          en arbëresh     traducción al italiano

     El taco, o más bien maldición, decía: Tdac ñ cokie ndr biz [Të daltë një koqe ndër bithët] (Ojalá te salga un grano en el culo). Comparando ambas obras literarias se llega a la conclusión que biz significa culo. De eso estoy seguro.
     Lo cierto es que en algún momento llegó por allí un tal Ferraro, genovés, y dio origen a esta saga. Parece ser que era hijo de un alcalde de algún pueblo en el que él era el cura. Allí llegó Garibaldi y dio una arenga a los habitantes. El discurso prendió en el curita de tal manera que llegó a su casa gritando ¡Eviva Garibaldi! Su padre, que era monárquico, garca y, por lo visto, bastante bestia, lo persiguió alrededor de la mesa con un hacha para cambiarle las ideas, cosa que él evitó encontrando la puerta y largándose del pueblo con las tropas de Garibaldi. Así perdió de vista a su padre, cosa que deben haber envidiado muchos habitantes de aquel pueblo, porque: si como padre se portaba así, como alcalde…
     En las guerras por la unidad de Italia mi bisabuelo peleó bravamente obteniendo el grado de maresciallo, que traducido al cristiano vendría a ser el grado más alto de la suboficialidad. Aunque su ocupación era importante, ya que era carpintero y armero: ¡Toda una carrera para un enganchado en el ejército! Este Giuseppe Ferraro viajó con su familia a Buenos Aires, donde tenía una hermana y, en teoría, un futuro. Allí se enfermó y el médico le dijo que lo mejor para su mal, que debía ser tuberculosis, era volver a sus montañas natales.
     En el momento de regresar, cuando el barco estaba por salir de Buenos Aires, en 1881, un hermano de mi abuelo desapareció. Parece que había ido con su tía a algún lado. Lo cierto es que tenían dos opciones: quedarse todos y perder el barco, o marcharse y esperar que le alcanzaran el niño en Montevideo, tal como prometieron sus familiares. Hicieron esto último creyendo que los tíos de Buenos Aires cumplirían su promesa, pero al llegar a Montevideo esperaron en vano y tuvieron que continuar en el barco su marcha hacia Italia, llevando el drama de una familia con un padre agonizante, una madre embarazada (de mi abuelo) y un hijo desaparecido.
     En Lungro murió mi bisabuelo y nació mi abuelo. Mi bisabuela seguía sin tener noticias de su hijo perdido en la Argentina, de modo que tres años después decidió volver a América a buscarlo (me imagino que también la empujaría la necesidad de sacar adelante a sus otros dos o tres hijos). Al llegar a Buenos Aires le dijeron que su hijo se había escapado de casa y que no sabían su paradero. Tras mucho buscar lo encontró en una estancia en Morón, que entonces era puro campo. Allí le tenían trabajando de peón para todo y, por miedo a su patrón, en un principio no quiso reconocer a su madre.
     Parece que el comisario era muy gaucho y bastante sicólogo, y a solas logró que el niño reconociera que esa señora era efectivamente su madre, entregándoselo a pesar de la voluntad del dueño de la chacra. Así logró mi bisabuela desfacer el entuerto que había originado su cuñada, aunque no está muy claro por qué lo había hecho. Lo cierto es que ese hermano de mi abuelo se había criado en el campo y allí siguió haciendo su vida, como cazador de patos (y de otras cosas, me imagino). Yaya se acordaba de verlo cargando sus propios cartuchos y también recordaba sus remedios caseros: el "ingüento" y el jabón amarillo.
     El "ingüento" se lo preparaba él mismo con vaya a saber qué hierbas y con eso, bien en friegas, bien bebido, se curaba todas las enfermedades. El jabón amarillo lo usaba para las heridas. Con él le curó a mi padre una úlcera que tenía en una pierna. En origen había sido una vulgar herida de niño que se infectó, pero el médico se empeñó en curarla aplicándole nitrato de plata (no se rían, en aquellos años estaba de moda y era práctica habitual utilizar el nitrato de plata para casi todo, incluso hubo quien sugirió inyecciones de eso en la médula para curar la tuberculosis, no se sabe con qué resultados). Lo cierto es que con el nitrato y un gran vendaje la cosa no mejoraba y la úlcera crecía día a día. Hasta que llegó el tío del campo con su jabón amarillo. Vio la herida, la lavó, la dejó que se secara al aire y así durante algunos pocos días, los que tardó la herida limpia en cicatrizar por sí sola. Esto sería en 1917, durante la primera guerra mundial. Si a un niño le aplicaban esas curas ¡Qué no harían con los soldados en el frente! Habría que investigar qué porcentaje de muertes por burradas farmacológicas hubo en los hospitales de campaña de aquella época.
     Creo que este mismo tío-abuelo estuvo trabajando un tiempo como conductor de tranvías, cuando eran arrastrados por caballos, y era bastante mujeriego, por lo que cada vez que pasaba con su tranvía delante de la casa de alguna muchacha con la que mantenía relaciones, paraba el tranvía, hacía sonar el cornetín que llevaban para avisar de su paso y no seguía su marcha hasta que la doncella en cuestión se asomaba a la ventana y le devolvía el saludo. Y así todo el recorrido. Eran otros tiempos y me imagino que los viajeros no tenían el apuro de hoy.
     Dicen que este hombre era bajito pero muy fuerte, tanto que lo despidieron de un trabajo porque tenía que atar un caballo al carro y, como el noble bruto se negaba a entrar entre las varas, el bruto innoble le dio una trompada en la frente y lo mató.
     Otra que contaban de él era que, ya mayor, viajando en un tranvía como pasajero, notó que le metían la mano en el bolsillo. Sin decir palabra dejó que el carterista se confiara y cuando tuvo toda la mano adentro se la agarró por fuera de su chaqueta y, por mucho que se revolvió, el ladrón no pudo zafarse de aquella garra que lo sujetaba. Arrastrando al chorro se acercó al conductor, le pidió que parara cerca de la próxima comisaría, se bajó arrastrando al pobre carterista que, con la mano en el bolsillo de la chaqueta de mi tío-abuelo suplicaba que lo soltara, se lo llevó hasta la comisaría, entró y le dijo tranquilamente al policía:
--Mire, me estaba robando.

     Mi abuelo tuvo una infancia muy carente de todo, como era normal en inmigrantes que llegaban con una mano atrás y otra adelante. Una de las pocas diversiones que tenían en su familia era hablar en su lengua delante de los extraños. Es probable que este dialecto ahora lo hablen muy pocos, pero ya en el Buenos Aires de principios de siglo era una jerigonza más que inusual. Por eso mi abuelo y sus primos se ponían a criticar a cualquiera en sus barbas sin que el pobre individuo se enterara de lo que hablaban. Hasta que un día, en el tranvía, comenzaron a burlarse de un cura que estaba sentado enfrente. Cuando el sacerdote se bajó en su parada se despidió de ellos saludándolos correctamente en el dialecto. Desde entonces dejaron de hacer ese tipo de bromas.
     Fue a la escuela un par de años y a los siete u ocho años de edad comenzó a trabajar y llegó a ser sastre, probablemente porque comenzara como aprendiz en alguna sastrería. Lo cierto es que parece que lo hizo bien y llegó a tener una clientela distinguida que, a principios de siglo, se marchaba de viaje a Europa y desde allí le encargaba los trajes.
     Un día mi abuelo comentó que uno de sus clientes, que lucía una de esas calvas llenas de arrugas, tenía la cabeza como un melón escrito (esos que tienen rayitas en la cáscara). Cuando el cliente en cuestión llegó a la sastrería, mientras hablaba con mi abuelo, mi tío Ángel, sentado encima del mostrador y mirándole la calva al buen hombre no paraba de repetir: "Dice mi papá que usted tiene cabeza de melón…" Cuando mi abuela se dio cuenta de la situación me imagino que lo debe haber llevado hasta la cocina en la punta de la zapatilla, pero esa parte de la historia sólo me la imagino.
     (Nota de Osvaldo Mario. Los pantalones de hombre tenían una pierna, a la altura de la entrepierna, algo más amplia que la otra -por razones que el lector sabrá comprender- y el estándar decía que debía ser la izquierda. No todos se sujetaban al estándar, en cuyo caso debían avisar al sastre que cargaban a derecha. Pues hubo uno que no le avisó a mi abuelo de tamaña anomalía y luego se quejó. Mi abuelo contaba mucho después, todavía con enojo, que le contestó: "Si usted no me lo dice, cómo quiere que me dé cuenta; yo no le ando tocando esas partes a nadie".)
     Parece ser que esta clientela fue la que se empobreció con la Gran Guerra. Yaya recordaba haber visto en aquellos años a personas vestidas elegantemente revolviendo en los cubos de basura buscando algo para comer, y junto con ella se empobreció mi abuelo, que, en definitiva, nunca había dejado de ser pobre.
     Don Pedro, que era mi abuelo, se casó con Dª. Ángela Peluffo, hija de una criolla y un italiano de origen aristocrático. La historia es curiosa porque entronca con la colonización de la Patagonia. Este noble italiano, cuyo título ignoro (El Conde Naranjito, según Sonia), era hijo de "El Señor" de un pueblo en el que era amo y señor, hacía y deshacía, al más puro estilo medieval. Tanto es así que, según la más rancia tradición, él no sabía leer ni escribir porque podía pagar a quien lo hiciera por él. Saber esas cosas era propio de gente que necesitaba ganarse la vida y no era su caso. Él sabía de cacerías y esas ocupaciones propias de gente de su rango.
     Lo cierto es que un buen día se embarcó para América y fue a parar a la Argentina. Tuvo la mala suerte de que allí no lo conocía nadie, los títulos nobiliarios estaban abolidos desde 1813 y no tenía ningún oficio provechoso, por lo que debe haber pasado más hambre que piojo de peluca. Entre otros nobles oficios desempeñó el de vendedor de naranjas por las calles, empujando un carrito (de ahí el título que le confirió Sonia). Hasta que un día se encontró con una familia pobre de su pueblo que había emigrado unos años antes. Estos lo reconocieron y lo casaron con una de sus hijas, encantados de emparentarse con la familia del amo.
     Esta situación era conveniente para ambos: unos porque se aseguraban trato de favor en caso de regresar a su pueblo, y el otro porque así comía caliente todos los días. La "dicha" duró pocos años, los suficientes para que mi bisabuela tuviera unos cuantos partos, entre ellos el de mi abuela, quien tuvo que ayudar pronto a mantener a la familia cosiendo bolsas de papas.
     Un buen día el "conde" llegó a su casa y le dijo a su mujer: "Prepárame las maletas que me voy a la Patagonia". En aquella época el gobierno chileno reclamaba la Patagonia como territorio propio, igual que el argentino, y como prueba de que ese territorio estaba habitado por "connacionales", los gobiernos pagaban a los indios para que en sus territorios izaran la bandera nacional.
     Los indios eran indios pero no tontos, de modo que tenían las dos banderas y cuando venía alguna comisión a ver si cumplían y a traerles las provisiones, o lo que hubieran acordado como pago por su "nacionalismo", ellos izaban la bandera correspondiente. Que arriaban y cambiaban por la otra cuando éstos se habían marchado y venían aquellos.
     Ante tanta deslealtad el gobierno argentino decidió poblar la Patagonia con inmigrantes, que por entonces llegaban en abundancia y habían superado las necesidades de la capital. Para ello se hicieron unos concienzudos estudios y se contrataron barcos que llevarían esa gente a sus diferentes destinos en los que fundarían nuevas ciudades y garantizarían así la soberanía nacional, al margen de los indios "traidores".
     Como suele ocurrir con la burocracia, en teoría todo era perfecto. La realidad fue que esos barcos cobraban por viaje realizado, de modo que si en lugar de tardar dos meses, entre ida y vuelta, tardaban uno, ganaban el doble. Algunos colonos llegaron a sus destinos, otros tuvieron menos suerte al caer en manos de capitanes ambiciosos y faltos de escrúpulos, y fueron abandonados en cualquier lugar de la costa desértica, a mitad de camino de su destino oficial, donde sobrevivieron como pudieron o se murieron de hambre y de sed. Así nacieron poblaciones como Comodoro Rivadavia, donde buscando agua encontraron petróleo (1907), lo que cambió el destino de esa población minúscula y condenada a su desaparición. Es de imaginar el desamparo, la angustia, la frustración que debieron sentir aquellos emigrantes polacos, gallegos, alemanes, italianos, que llegaban buscando las riquezas de la tierra prometida y se encontraban abandonados en pleno desierto, sin saber si era mejor ir hacia el norte o el sur, en una Babel desesperada y desesperanzada.
     En uno de esos barcos se embarcó el señor conde y… ¡Nunca más se supo!
     Mi bisabuela quiso saber algo y fue a hablar con el capitán. Éste dijo que el hombre se había vuelto loco en alta mar y se había arrojado al agua, pero nunca quiso firmar un certificado de defunción. Probablemente porque había abandonado su cargamento en cualquier punto de la costa y cabía la posibilidad de que alguno de ellos se salvara y regresara o se pusiera en contacto con sus familiares. Sea como fuere, lo cierto es que mi bisabuela se quedó sin marido... y sin ser viuda.
[Ver la "historia oficial"]

     Cuando Yaya (mi padre) comenzó a ir al colegio, la situación económica no era precisamente floreciente. Desde 1860 (o algo así) era obligatorio el uso de guardapolvos blancos para los escolares de manera que ocultaran sus ropas particulares y no se establecieran diferencias entre los alumnos por su vestimenta. La idea no era mala, pero yo recuerdo que siempre había guardapolvos de "boutique" y de batalla. Algo así le pasaría a Yaya porque como no tenían dinero ni para los de batalla, sus padres pedían las bolsas blancas de harina en los negocios y con esa tela le hacían los guardapolvos.
     Lo malo es que siempre quedaban rastros de las letras, por mucho que los lavaran, y allá iba mi padre luciendo en sus espaldas la marca desleída de la fábrica de harina, estableciendo la diferencia entre sus guardapolvos y los de los otros chicos.

LAS PRÓRROGAS DE LA ABUELA

     Con ellos vivía la abuela (creo que era la madre de mi abuela), un personaje curioso. Nunca se lavó el pelo. Tenía una cabellera larguísima peinada en un moño que una vez al mes se desataba y peinaba durante varias horas con un peine muy fino y untándola con un trapito mojado en aceite de oliva. De esa manera tenía el pelo limpio y brillante. Luego volvía a hacerse el moño y …hasta el mes que viene. La pobre vieja no tenía ya mucha paciencia para los niños y cuando estos correteaban y saltaban, y gritaban por el patio donde ella pretendía descansar, se sentía agobiada, pero se ve que comprendía que eran niños y que no se los podía retar demasiado, entonces, cuando alguno pasaba cerca de ella, lo agarraba de un brazo y le decía en su "cocoliche": "Angarra un libro e lea…", en la esperanza de que de esa manera se tranquilizaran un poco y dejaran de marear. La vieja siempre decía lo mismo: "Si pudiera ver a mi primer nieto…"…Lo vio. Y al segundo y al tercero. "Si pudiera ver a mi nieto ir al colegio…" Los vio a los tres. "Si pudiera ver a mi nieto hacer el servicio militar…" Lo vio (Sólo a Yaya porque los otros dos se salvaron). "Si pudiera ver a mi nieto acabar la carrera". "Si pudiera ver a mi nieto casado". "Si pudiera conocer a mi bisnieto". Todo eso lo vio. Un día mi tío Ángel le dijo: "Abuela, deje de pedir prórrogas". Después de eso se murió.
     (Nota de Osvaldo Mario. Mi padre, hermano menor de Yaya y Ángel, a veces iba a la casa de esa abuela. La vieja le ofrecía uva y pan, y mi padre comía sólo uva. El pan era comida y él era uno de esos chicos de poco apetito que sólo se comen el postre. La uva desaparecía rápidamente y la vieja se ponía nerviosa: "Come uva con pan, nene, que está muy flaco".)

LA "TANADA" DEL ABUELO

     El abuelo Pedro era muy "tano" y tenía arranques de ira. En una ocasión se había puesto a desatascar el calentador y en un momento dado, harto del trabajo que le estaba dando, furioso, lo tiró al medio del patio, se puso el sombrero y se fue a comprar otro. Al rato regresó con las manos vacías, recogió el calentador y continuó con la reparación: seguramente el precio del nuevo estaba por encima de sus posibilidades.
     También era muy irónico y se reía hasta de su sombra. En una ocasión pasaba un cortejo fúnebre y en uno de los coches (de caballo, por supuesto) se asomó una señora gritando:
     -Cochero, adelántese a los otros coches: ¿No ve que somos "deudas"?
     Y mi abuelo, muy serio, comentó:
     -Estas, más que deudas son hipotecas.

     Realmente, todos en la familia tenían bastante sentido del humor y de la ironía, y eran bastante bromistas, pero es que la vida muchas veces te da las bromas hechas. En una de las casas que alquilaron a lo largo de su vida hasta que llegaron a Olivos, tenían espacio más que suficiente para toda la familia y aún les sobraban habitaciones, de modo que mi abuelo las alquilaba, generalmente a compatriotas.
     En una de esas habitaciones estuvo viviendo unos años un tano, trabajador, buena persona, analfabeto. Un buen día anunció que llegaría su mujer desde Italia. Mi abuelo se alegró por él y dispuso todo para alojar a la familia completa. Al cabo de un tiempo se presentó el tano con su mujer y varios hijos, el más pequeño de sólo unos pocos meses. Don Pedro se quedó un poco sorprendido y le preguntó al tano que cómo era posible que ante aquel bebé no se sorprendiera ni se planteara el hecho de que no fuera hijo suyo.
     -Es hijo del señorito de la aldea! ¡Él se ocupó muy bien de mi mujer! -respondió orgulloso el tano.
     -Ya lo veo, ya lo veo… -comentó mi abuelo, aguantando la risa.

     En otra ocasión fueron a un velatorio mi abuelo y mi tío Ángel. La hija del fallecido se vió en la obligación de llevarles junto al féretro y explicarles entre sollozos cómo había sucedido el óbito.
     -...anoche tuvo una descompostura muy fea…
     Y mi tío Ángel, mirando al difunto:
     -¡Ya lo creo que era fea!
     Mi abuelo tuvo que salir a toda prisa para no soltar la carcajada.

     Cuando salieron al mercado los primeros vasos irrompibles mi abuelo compró varios y llegó a su casa, muy ufano, para hacer la demostración. Cuando estaban en eso apareció en la puerta una vecina y mi abuelo, por sorprenderla, le gritó desde el patio:
     -¡Tome, Doña María!
     Doña María no atinó a coger el vaso y éste cayó al suelo estallando en mil trocitos. Doña María miró a mi abuelo, que se había quedado sorprendido, y a los demás, que se estaban riendo por la situación, y sin comprender nada dio media vuelta y se largó sin decir palabra, pero pensando, seguramente, que todos habían perdido la chaveta.

     Un primo de Yaya, al que apodaban el "Ñato" porque tenía una enorme nariz, se había metido en un grupo de teatro del barrio en el que en una ocasión Yaya hizo de gaucho en una obra, pero como no le trajeron las botas que se tenía que poner salió al escenario vestido de gaucho con zapatos de charol. Pues bien, el Ñato hacía de apuntador y en mitad de una obra en la que el protagonista sacaba una pistola y disparaba, él no hizo el ¡Pum! correspondiente y tras varios intentos el pobre hombre sacó su espada para matar a su rival: en ese momento el Ñato hizo ¡Pum!
     Tuvo que salir corriendo para evitar las iras del actor que lo persiguió por todo el teatrito entre las risas del respetable público. Hay que decir que tampoco la estrella habría nunca llegado a ganar un Oscar porque en una obra tenía que decir "…Y hasta la afrenta me ha hecho de no quererme matar…" y no hubo forma de que el muy burro se aprendiera eso de afrenta, de modo que cuando llegó el día de la representación dijo "…Y hasta en la frente me ha hecho de no quererme matar…".

     El Ñato era un tipo muy divertido, lleno de anécdotas, a veces un poco pesado, pero era la memoria andante de la familia y de una época.
     Vivía en una casa oscura y vieja de Boedo llena de gente rara, que de chico me daba miedo. Además del Ñato y su mujer, Teresa, vivían sus dos hijos, Alberto y Lidia. También había una chica mayor que nosotros, que no sé quién era, y unos tíos de ellos y uno que tenía una mano atrofiada de nacimiento, y unas viejas, una de ellas que quizá fuera la madre del Ñato, sorda y con enormes verrugas en la cara, siempre sentada en su mecedora y arropada con sus mañanitas. Aquello era una especie de museo de los horrores, la colección más grande de feos que se pueda juntar nunca.

     Yaya tenía otro primo, el primo Tito, policía que hizo una fulgurante carrera llegando a cabo después de treinta años de servicio. No era para menos. Creo que lo vi un par de veces en mi vida, siendo muy chico, pero sus anécdotas eran inevitables en las reuniones familiares. Vivía con su madre y una hermana en una vieja casa, modesta, que fue de las afueras y que con la expansión de la ciudad se quedó en el centro, pero tal como estaba en el siglo XIX. Recuerdo que era un enorme solar semi abandonado, con un gallinero y varios perros pulguientos.
     Una de sus frases célebres era: "Los mejores momentos de mi vida los pasé en el gallinero". Y mi tío Ángel siempre agregaba: "Habría que preguntarle a las gallinas a ver qué opinaban".
     En una ocasión, hablando con un vecino nuestro, el Sr. Castañeda, hombre culto y de buena familia que miraba a todos los vecinos un poco por encima del hombro, comentó que había tenido un perro que había vivido veinte años.
     -Era longevo -ratificó Castañeda.
     -No, creo que era de otra raza... -opinó Tito.
     Una vez que había huelga de estaciones de servicio, Tito le ofreció a Yaya poder llenar el tanque de su coche en los surtidores de la policía, y para eso lo citó frente a la comisaría en la que prestaba servicio. Cuando Yaya llegó, Tito le hizo señas, disimuladamente, para que lo siguiera, y salió adelante con el coche patrulla. Cuando había hecho casi toda la ronda y Yaya ya se preguntaba si había hecho bien en aceptar la "ganga", ya que llevaba más gasolina gastada que la que iba a poder cargar, el patrullero giró en redondo, conectó la sirena y se lanzó calle abajo a toda velocidad.
     Yaya lo siguió sintiendo la emoción de la acción, el corazón le latía con fuerza esperando el desenlace de película. Al llegar frente al portón semi cerrado de una fábrica, Tito dio una frenada y antes de que el coche se detuviera del todo se bajó a la carrera y entró en la fábrica empuñando su cachiporra. Yaya se detuvo sin saber muy bien qué hacer: ¿Pedir ayuda? ¿Esconderse? ¿Entrar y tratar de ayudar en su heroico menester a su primo el policía? Antes de que pudiera tomar una decisión Tito salió de la fábrica guardando la cachiporra.
     -¿Los viste? - preguntó, y agregó sin esperar respuesta: -Se escaparon, los muy hijunagran...
     -¿Qué, eran ladrones? -murmuró Yaya, avergonzado de su anterior vacilación.
     -No. Son los pibes que les tiran piedras a las palomas ¡Se las tengo jurada!

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© 2003 Alicia Bodily
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